No vivía con mi papá desde los 10 años. A esa edad, ellos se separaron y una parte de mi mundo se hizo añicos.
A los 14, cuando iba de visita a mi casa, no sabía cómo tratarlo. Me cargaba que mi mamá me pidiera que le ofreciera bebida o galletas porque nunca sabía si decirle “sírvase” o “sírvete”… no sabía si tratarlo de tú o de usted. En vano trataba de recordar un pasado juntos, donde la convivencia se daba naturalmente, donde yo era su niñita preferida, la regalona que se dormía en sus brazos.
A los 16 yo iba a visitarlo. Mi papá sufría de vértigo y un par de veces se cayó en la calle en el trayecto hacia mi casa, así que decidí que yo iba a hacer el viaje para verlo. Eran casi dos horas de camino. Con mi hermano nos aburríamos soberanamente, el viaje era largo, tedioso. En verano era horriblemente caluroso y en invierno un infierno que nos dejaba llenos de barro y calados hasta los huesos.
Justo el día antes de que cumpliera 18 años me avisaron del accidente de mi papá. Su primer accidente vascular. No podía ir al día siguiente porque tenía clases hasta tarde, pero en cambio fue mi tía.
Fui el sábado, dos días después. Mi mamá, mi hermano y mi tía se fueron directamente, yo antes tenía que hacer un ensayo de la PAA. El trayecto desde la casa central de la UC hasta la casa de mi papá fue horrible. Me pasé gran parte del camino imaginando en qué condiciones encontraría a mi papá, aleccionándome a mí misma porque tenía que ser fuerte. Me sentía con la obligación de ser su pilar en esos momentos. Quería ser yo la que lo cuidara.
Sin embargo, cuando lo vi postrado en la cama, con apenas algo de movimiento en sus brazos y emitiendo unos sonidos guturales, casi sin poder articular palabras, no pude más. Lo único que pude hacer fue echarme sobre él, abrazarlo y llorar. Él lloraba como una criatura, con un sonido sordo, ni siquiera eran gemidos ni suspiros… sonaba como un animal herido.
No podía caminar y apenas hablaba. Era agosto del 2001, en diciembre sería mi graduación de cuarto medio y mi papá me prometió que iría, que entraría caminando al salón para verme recibir mi diploma y, ojalá, algún premio a la excelencia académica.
Mi papá sólo pudo cumplir la mitad de su promesa. Increíblemente, en unos pocos meses recuperó el habla y se esforzó tanto que volvió a caminar. Incluso me mostraba como ‘gracia’ que podía hacerlo sin la ayuda del bastón. Lo hizo por mí. Sin embargo, el día de mi graduación no llegó.
Por más que lo busqué con la mirada, sólo vi a mi tía, a mi hermano y a mi mamá. Después de la ceremonia, mi mamá me explicó que lo había ido a buscar en el taxi de un amigo, pero mi papá se comenzó a sentir mal, le vinieron mareos y náuseas y tuvieron que devolverse a la casa.
Al otro día fui a verlo. Estaba en cama. Yo creo que lo que más le dolía era no haber estado en mi graduación. No importa le dije, tú estás hablando, estás caminando, lo lograste… y todo eso lo hiciste por mi.
Mi papá se recuperó, pero nunca volvió a ser el mismo hombre. La vejez se adueñó de él como si fuera una enfermedad.
Después del accidente mi abuela no volvió a poner los pies en la tierra. El Alheimer hacía mella en su ya débil humanidad día tras día. Mi papá decidió que estaría mejor en un hogar. El problema es que él se quedó solo.
Era incapaz de valerse por sí mismo, no tan sólo por la merma en sus habilidades físicas y mentales que había ocasionado el ataque cerebral, sino por la crianza que le dio mi abuela. Mi padre, hijo único, con un complejo de Edipo del porte de un buque, jamás aprendió a cocinarse ni siquiera un huevo duro. Mi abuela jamás lo dejó entrar a la cocina y fabricó un inútil incapaz de valerse por si mismo.
Eso, y el hecho de que mi papá realmente la echaba de menos, gatilló su decisión de irse al mismo hogar donde estaba mi abuela.
Ahora ya no tenía que ir a verlo a su casa, sino a un hogar de ancianos. Muchas veces tuve que aguantarme para no ponerme a llorar delante de él. Muchas veces mi hermano se negaba a acompañarme, así que tenía que ir sola e inventar algo para no decirle a mi papá que mi hermano no quería ir a verlo porque ese ambiente le deprimía.
Muchas noches me dormí llorando, sintiéndome una inútil, ideando formas de convencer a mi hermano para acompañarme… ideando formas de arreglar un mundo irremediablemente roto hacía años…
Mi papá se fue deteriorando poco a poco. Después de la muerte de mi abuela ese proceso se aceleró y se hizo cada vez más evidente.
Mi papá no tenía ganas de vivir así. Él, que siempre había sido un hombre activo, él, que pensaba que iba a ser eternamente joven.
Mientras, yo seguía siendo la fuerte, la que desde la separación de mis padres había pasado a ser el tutor de mi hermano, la que tenía un excelente rendimiento académico, la que casi nunca lloraba delante del resto, la que se había convertido en el bastón de su padre. Mi mamá lo sabía y se apoyaba en mí. Mi papá lo sabía y lo fomentaba, como siempre había hecho. “Tú eres el hombre de la casa”, le decía a mi hermano, “tú tienes que cuidar a la mamá, ¿ya?”. Y después, cuando mi hermano estaba lejos, me miraba con sus ojazos cafés y me decía “Cuídalo por mí”. Y yo se lo prometía, siempe.
Cada vez caminaba menos, sus articulaciones se iban anquilosando e iba quedando postrado. Yo ya no sabía cómo decirle que tenía que hacer ejercicio, que tenía que caminar. Sólo lo hacía cuando yo iba, todos los fines de semana. Era como si el resto del tiempo no encontrara los motivos suficientes.
Un día me enteré de que había vendido su casa sin decirnos nada. Fue la gota que rebalsó el vaso. Todas las cosas que había guardado todos esos años, todo lo que había enterrado con la ayuda del tiempo salió a flote, toda la mierda que guardaba en el corazón. La eterna sensación de abandono, de que había preferido estar con su madre a seguir a mi lado, la traición que para mí, en ese entonces una niña de 10 años, había significado que mi padre, mi héroe, la persona que más amaba en el mundo hubiese preferido quedarse con la vieja de mierda de mi abuela. Eso y muchas cosas más. Pero principalmente eso.
Me armé de valor y fui un día con la única motivación de decírselo a la cara. Se lo escupí, se lo grité, se lo dije llorando sintiendo que el corazón era una masa informe que se extendía por todo mi cuerpo.
No volví a verlo por más de un mes. No me atrevía.
Sin embargo volví. No sabía cómo me iba a recibir, cómo iba a reaccionar. Aunque debería haberlo sabido de antemano: me abrazó, llorando, y me dijo que me había echado de menos.
Yo también. Hacía 9 años que lo echaba de menos, hacía 9 años que quería sentir que lo abrazaba y que volvía a ser su niña… la niña de sus ojos…
Es cierto, volví a ser su niñita, pero nada volvió a ser como era. Él ya no era el hombre lleno de energía, autoritario, de voz poderosa y de risa estruendosa, ya no era el que golpeaba la mesa, el que daba órdenes y eternos sermones sobre la vida. Mi papá se había convertido en un anciano apagado, de llanto fácil y dulce.
Si miraba al fondo de sus ojos veía lo que quedaba de ese hombre que había sido, cuando se enojaba todavía intentaba levantar su voz resquebrajada, herida de muerte después del accidente. Sí, seguía siendo él, pero tras esa corteza cada día más inútil, más vieja y enferma.
Había días en que rezaba para que su agonía no siguiera. Sabía que mi papá querría seguir viviendo, verme titulada, verme con hijos, verme feliz… pero también sabía que no soportaba hacerlo así.
Siempre pensé que el día que muriera la sensación predominante en mí sería una mezcla de alivio y tranquilidad. Mentira. Sólo hubo y hay dolor. Un dolor que quema y no cede. Una sensación de abandono todavía peor que la anterior... un eco que repite constantemente ‘nunca más'.
Paradojas de esta vida: gracias a su muerte hemos vuelto a vivir juntos. No vivía con mi papá desde los 10 años y ahora, a los 25 es lo primero que veo al levantarme y lo último que veo al acostarme. El ánfora con sus cenizas descansa en el pequeño librero que tengo a los pies de mi cama… después de quince años volvemos a compartir el mismo techo…
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