La Niña de mis ojos
Estaba destinada a otra familia, a otra casa, a otra vida. Y sin embargo, se quedó conmigo. Hacía un poco más de un mes que se había muerto mi gatito cuando la vi. Debe haber tenido unos tres meses y era una cosa chiquita y moteada. “¿Viste que lindo el gatito que botaron?” le comenté a mi mamá lo suficiente como para que se le ocurriera que ir a buscarlo sería una buena idea. Salieron una tarde con mi tía y al rato regresaron con el tesoro. No fue necesario convencerla mucho: al poco tiempo ya nos había adoptado.
Después nos enteramos que una vecina de varias casas más allá la había traído como regalo para una amiga, pero la Niña se le escapó de la bolsa, sellando para siempre su destino. Y el mío.
No sé porqué le puse Niña, supongo que fue lo primero que se me vino a la mente y lo disculparé escudándome en mis cortos 14 años. Fue ella la que estuvo a mi lado en uno de los momentos más difíciles de mi vida, cuando recién me había cambiado de casa y de colegio, y sentía que no pertenecía a ese nuevo mundo. Ella fue mi muda compañera, testigo de tantos llantos.
Era vivaz, inteligente y porfiada como ella sola: si algo se le metía en la cabeza no había forma de sacárselo. Ya no sé bien cómo sucedió, pero lo cierto es que se convirtió en la reina de la casa, tirana y ama absoluta de nuestros dominios familiares.
Tenía técnicas para todo: si tenía hambre, entonces iba a la cocina, tomaba con su patita la puerta del mueble del lavaplatos (donde guardábamos su comida), la apartaba y la soltaba para que sonara. Con 2 ó 3 de esos ya tenía suficiente: sabíamos que tenía hambre y había que llenarle el plato.
Si tenía frío se echaba justo en el lugar donde siempre poníamos la estufa; si quería entrar a la casa daba unos suaves golpecitos a la puerta que yo me acostumbré a identificar de los otros que hacía el viento.
Cuando se enojaba conmigo, me miraba con desprecio y se echaba dándome la espalda. Me hacía sentir tan mal que buscaba una forma para que me disculpara.
Nunca fue muy cariñosa, pero curiosamente ese mismo hecho hacía que sus extrañas y aisladas muestras de afecto fueron valiosísimas para mí. Un par de veces al año se ponía mimosa: dormía en mi cama, ronroneaba, dejaba que la acariciaran mucho rato y me miraba con ojitos brillosos. El resto del año, su dignidad real se lo impedía.
Sin embargo, cuando se sentía indefensa, siempre recurrió a mí. Se iba a echar a mi cama y esperaba que yo la tranquilizara a punta de mimos y regaloneos. En eso, la Niña siempre tuvo las cosas claras: conocía perfectamente la jerarquía de la casa... o por lo menos ella se hizo una propia.
Mi mamá era a quien podía despertar a las 6 ó 7 de la mañana cuando tenía hambre; mi hermano era el que tenía una cama cómoda y siempre deshecha como para hacerse un nidito; y yo era su mamá, a quien recurría en los momentos difíciles.
Así era mi Niña, mi gata mimada, mi compañera por más de 12 años y mi hija, la gata hermosa y adorada a la que hoy tuve que enterrar.
Hace un poco más de un mes la comenzamos a notar rara: comía menos y tenía una leve cojera, así que decidimos llamar al veterinario. En principio no le encontró nada mal, pero en un par de días se deterioró tanto que decidimos tomarle exámenes. El resultado fue demoledor: leucemia felina.
Hice todo lo que pude, le compramos comida especial y comenzamos su tratamiento, pero día tras día el panorama empeoraba y ya no sabía que hacer. Mi gata, otrora linda y orgullosa, se había convertido en una sombra de ella misma: postrada, adolorida y somnolienta. Una vida que ya no era vida.
Fue en ese minuto que me di cuenta que me he pasado más de la mitad de mi vida con esta sensación de pérdida permanente que es la enfermedad. Me pasó con mi papá desde que tenía unos 15 años y ahora me pasó con otro de los seres que más quiero en este mundo: mi gata.
Me faltan palabras para describir todo lo que la quiero y todo el dolor que siento en estos minutos, pero escribir esto es para mí un último homenaje a ella, por todo lo que me entregó. Tuve la suerte de tenerla conmigo durante más de 12 años y la suerte de que muriera en mis brazos, mientras yo la acunaba.
Hoy mi gata se fue a dormir para siempre y ahora descansa en mi jardín, bajo un macizo de flores que compré especialmente para ella y que espero que florezca hermoso esta primavera.
Este va por ella...