Una casa sin libros
Decía Edmundo de Amicis que una casa sin libros era un casa sin dignidad, no sé si yo sería tan dura, pero al menos me parece que una casa sin libros es una casa vacía. No sé a ustedes, pero a mí, las casas donde no hay libros me producen una sensación extraña, como si nadie pudiera vivir ahí realmente. Es como si todas las figuritas de loza, porcelana o cristal que llenan las repisas fueran insuficientes, sólo un escenario de cartón piedra, una mascarada de un hogar.
En un país como Chile, donde tener más de 100 libros ya es considerado sobre la media (aunque para mí sea una mini biblioteca como para comenzar), es difícil encontrar una casa con una estantería donde haya algo más que los libros que les piden en el colegio a los niños, una guía de teléfonos y una Biblia.
No recuerdo cuándo exactamente me comencé a fijar en esto, pero debe haber sido poco después que comenzara a visitar las casas de mis amigas del colegio. Al principio fue una sensación de extrañeza parecida a la que te produce tomar el té en una taza que no es la tuya, con una cuchara que no es la tuya y sentada con gente que no es tu familia. Se sentía raro. Pero al menos vajilla y cubiertos vas a encontrar en todas las casas. Ver las estanterías repletas de chucherías y fotos de familia se sentía definitivamente anormal. Era como ver una casa sin techo, no sé.
Hasta el día de hoy tengo la manía de fijarme dónde están los libros en las casas que visito. Hay sitios maravillosos como la casa de mis tíos en Concepción o la casa de mis suegros, donde hay libreros que van del suelo al techo y uno se puede pasar horas hojeando libros y descubriendo pequeñas maravillas*.
Las casas sin libros, en cambio, me parecen poco interesantes. Claro, pueden contener cosas interesantes para quien las habita: fotos, recuerdos e historias, que al resto nos importan un pepino. Los libros en cambio, por muy personal que sea la selección, son universales. Puedo ver un Tolstoi, un Eco o un Wilde en cualquier parte y siempre va a significar una sonrisa (y ganas de sacarla de la estantería y leerlo ahí mismo de ser posible).
Supongo que es una cuestión de familia. No crean, no vengo de una familia adinerada ni de la crème de la crème intelectual, como diría un profe de cine que tuve en la universidad, con suerte llevamos unas cuantas generaciones usando zapatos. Sin embargo, los libros siempre han sido un tema en esta casa. Mi bisabuelo era empleado en una salitrera, vivían en una casa minúscula** y les pagaban en fichas para comprar en el mismo local de la oficina salitrera, la pulpería. Sin embargo, y no sé cómo, mi bisabuelo encargaba todos los meses libros y revistas a Iquique. Como postal de antaño, mi tía abuela me cuenta que después de cenar los hermanos se sentaban en el suelo de la pequeña salita de estar a escuchar los cuentos que les leía su papá.
Lo reconozco, los libros son una parte importante –importantísima– de mi vida. Y me es difícil imaginar que exista gente a la que les dé igual o, peor, para la cual sean un estorbo, una cosa sin mucho sentido. Supongo que prefiero pensar que es porque no los conocen, porque nunca han leído algo con lo que se sientan representados, algo que los haga correr, volar, amar, reír, llorar, u odiar.
* Así descubrí uno de los últimos libros que he leído “Las seis esposas de Enrique VIII”, sobre una época histórica que desde chica me ha fascinado y que, para mi buena suerte, encontré un día en casa de mis suegros.
** Él, librepensador radical, decidió no ocupar las casas destinadas a las personas que hacían trabajo de oficina (era contador), sino que prefirió una de las casas que le daban a los mineros. ¿De dónde creen que saqué mi faceta reclamona, crítica e insatisfecha? =P
PD: Hoy estoy dichosa porque paseándome por la Feria del Libro de Plaza de Armas encontré unos libros a precios ridículos. "En la bahía" de Katherine Mansfield, "Amantes y enemigos" de Rosa Montero, "Dos cuentos de Canterbury" de Geoffrey Chaucer y uno pequeñito de Pérez Reverte (“Sobre hombres y damas”) a luquita =P